En dos facultades de cuyo nombre no quiero acordarme, me enseñaron que un síntoma hay que curarlo lo más efectivamente posible.

Durante 8 años de mi carrera «acelerada» como médico, siempre me plantearon que al síntoma había que plantarle cara, luchar contra él… con frases como «vence el cáncer», «lucha contra la tos», «combate los virus», «defiéndete de la malaria»

Pero cierto día, me encontré con un paciente muy peculiar.

Rondaba el 2020 por un hospital de Cataluña de cuyo nombre tampoco quiero acordarme, y la pandemia ejercía sus efectos en la cantidad de pacientes que acudían al hospital -pocos, por miedo- y en el tiempo que los médicos teníamos para atenderlos -más que antes-

El día anterior, él ya había estado en otro hospital grandilocuente de Cataluña, y le habían dado la dosis completa para combatir el síntoma: morfina, ketamina, ibuprofeno, enantium, nolotil…. y nada había servido para acallar a la bestia del dolor

Viéndome yo en la tesitura de quedar como un ignorante si le planteaba volver a hacer un tratamiento farmacológico tan potente como el que ya había tomado la noche anterior, tomé a Rocinante de las bridas y le pregunté al paciente:

Esa pregunta, hecha en ese momento, cambió su vida para siempre…

y la mía…

El gigante pasó a molino y después directamente a pan de espelta con tomaquet en menos tiempo del que tarda en hacerse una radiografía.

Y a los 30 minutos -otro día te cuento la conversación que tuvimos- aquel joven adolorido, recibió 1 gramo de paracetamol y después se fue caminando a su casa sin dolor alguno, libre

Ese día, icé la bandera de la paz ante el síntoma

Como médico, desde entonces, comencé a mirar a cada paciente con otros ojos

Y en ese lugar de Cataluña, algo cambió

Y cuando yo tuve que elegir entre la lanza y la armadura para vencer a mi propio síntoma, o las alforjas llenas para emprender el camino que el síntoma me mostraba en mi

No lo dudé

Pero eso, es otra historia…